Bento XVI quis analisar a situação da Igreja e a crise dos abusos que a atingem neste momento |
O Papa recorda a revolução sexual
e o colapso da teologia moral
Relata a censura aos seus livros nos seminários
El Papa Benedicto XVI ha presentado un largo escrito titulado La Iglesia y los abusos sexuales para la publicación alemana Klerusblatt pero que ha sido filtrado antes a The New York Post y que reproduce íntegro en español Aciprensa. En él, Ratzinger hace un completo análisis de la situación de la Iglesia y la relación con los escándalos de abusos sexuales que la han sacudido tanto en el pasado reciente como en la actualidad.
Benedicto XVI divide su trabajo en tres partes con su tradicional estilo expositivo. La primera parte pone en contexto este gran problema. «Intento mostrar que en la década de 1960 ocurrió un gran evento, en una escala sin precedentes en la historia. Se puede decir que en los 20 años entre 1960 y 1980, los estándares vinculantes hasta entonces respecto a la sexualidad colapsaron completamente, y surgió una nueva normalidad que hasta ahora ha sido sujeta de varios laboriosos intentos de disrupción».
En la segunda parte, el Papa emérito asegura que busca precisar los efectos de esta situación en la formación de los sacerdotes y en sus vidas. Y por último desarrolla «algunas perspectivas para una adecuada respuesta por parte de la Iglesia».
La influencia de la Revolución Sexual
Sobre el contexto necesario para saber qué ha pasado en la Iglesia, Ratzinger recuerda que «entre las libertades por las que la Revolución de 1968 peleó estaba la libertad sexual total, una que ya no tuviera normas» añadiendo que «parte de la fisionomía de la Revolución del 68 fue que la pedofilia también se diagnosticó como permitida y apropiada».
Ante esta situación, reflexiona cómo «para los jóvenes en la Iglesia, pero no sólo para ellos, esto fue en muchas formas un tiempo muy difícil». «Siempre me he preguntado cómo los jóvenes en esta situación se podían acercar al sacerdocio y aceptarlo con todas sus ramificaciones. El extenso colapso de las siguientes generaciones de sacerdotes en aquellos años y el gran número de laicizaciones fueron una consecuencia de todos estos desarrollos», agrega.
El colapso de la teología moral
Por otro lado, el Papa emérito señala que al mismo tiempo, aunque de manera independiente de este desarrollo, «la teología moral católica sufrió un colapso que dejó a la Iglesia indefensa ante estos cambios en la sociedad».
Resalta como se intentó sustituir una teología moral basada en la ley natural donde acabó prevaleciendo «la hipótesis de que la moralidad debía ser exclusivamente determinada por los propósitos de la acción humana». En la práctica, esto suponía –agrega Raztinger – que «ya no podía haber nada que constituya un bien absoluto, ni nada que fuera fundamentalmente malo; (podía haber) sólo juicios de valor relativos. Ya no había bien (absoluto), sino sólo lo relativamente mejor o contingente en el momento y en circunstancias».
Esto llegó a «proporciones dramáticas» a finales de la década de 1980 y en la de 1990. Esto provocó la respuesta de San Juan Pablo II con la encíclica Veritatis Splendor, y que fue contestada por una parte de los teólogos morales.
«Todo esto permite ver cuán fundamentalmente se cuestiona la autoridad de la Iglesia en asuntos de moralidad. Los que niegan a la Iglesia una competencia en la enseñanza en esta área la obligan a permanecer en silencio precisamente allí donde el límite entre la verdad y la mentira está en juego», incide.
Las consecuencias de este cambio en la moralidad
Benedicto XVI se centra posteriormente en las reacciones eclesiales iniciales y asegura que la «disolución del concepto cristiano de moralidad» estuvo marcado por la radicalidad de la década de 1960 que, en su opinión, «necesariamente debió tener un efecto en los distintos miembros de la Iglesia».
Dada su experiencia como Papa entre 2005 y 2013 y anteriormente como prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe recuerda muchos hechos concretos que explican los hechos que expone. Así, explica que «en varios seminarios se establecieron grupos homosexuales que actuaban más o menos abiertamente, con los que cambiaron significativamente el clima que se vivía en ellos».
Además, el Papa emérito asegura que «en muchos lugares se entendió que las actitudes conciliares tenían que ver con tener una actitud crítica o negativa hacia la tradición existente hasta entonces, y que debía ser reemplazada por una relación nueva y radicalmente abierta con el mundo».
La concesión de los libros prohibidos de Ratzinger
Incluso, revela que «en no pocos seminarios, a los estudiantes que los veían leyendo mis libros se les consideraba no aptos para el sacerdocio. Mis libros fueron escondidos, como si fueran mala literatura, y se leyeron sólo bajo el escritorio».
Sobre la pedofilia, habla del gran problema que saltó en los 80 y de cómo fue evolucionando la respuesta de la Iglesia, y cómo al final Doctrina de la Fe fue la que se encargó de este tipo de casos. «Para imponer la máxima pena legalmente, se requiere un proceso penal genuino, pero ambos, las diócesis y la Santa Sede se ven sobrepasados por tal requerimiento. Por ello, formulamos un nivel mínimo de procedimientos penales y dejamos abierta la posibilidad de que la misma Santa Sede asuma el juicio allí donde las diócesis o la administración metropolitana no pueden hacerlo».
El rechazo al amor de Dios, clave en los escándalos
«¿Qué se debe hacer? ¿Tal vez deberíamos crear otra Iglesia para que la cosas funcionen? Bueno, ese experimento ya se ha realizado y ya ha fracasado. Sólo la obediencia y el amor por nuestro Señor pueden indicarnos el camino», reflexiona Benedicto XVI en el tercer punto de su escrito.
De este modo, Ratzinger sugiere que «la forma de pelear contra el mal que nos amenaza a nosotros y a todo el mundo, sólo puede ser, al final, que entremos en este amor. Es la verdadera fuerza contra el mal, ya que el poder del mal emerge de nuestro rechazo a amar a Dios».
El papel central de la Eucaristía
«Una sociedad sin Dios – una sociedad que no lo conoce y que lo trata como no existente – es una sociedad que pierde su medida. En nuestros días fue que se acuñó la frase de la muerte de Dios. Cuando Dios muere en una sociedad, se nos dijo, esta se hace libre. En realidad, la muerte de Dios en una sociedad también significa el fin de la libertad porque lo que muere es el propósito que proporciona orientación, dado que desaparece la brújula que nos dirige en la dirección correcta que nos enseña a distinguir el bien del mal», escribe.
Por otro lado, incide en un aspecto más interno del catolicismo: la celebración de la Santa Eucaristía: «Nuestro manejo de la Eucaristía sólo puede generar preocupación». Pese a que el Concilio Vaticano II quiso convertirla en el centro de la vida cristiana, la realidad es que «prevalece una actitud muy distinta». A su juicio, «la forma en la que la gente simplemente recibe el Santísimo Sacramento en la comunión como algo rutinario muestra que muchos la ven como un gesto puramente ceremonial».
Imagen de la cumbre antiabusos que se celebró el pasado mes de febrero en el Vaticano |
La Iglesia prevalecerá
Sin embargo, Benedicto XVI recalca que «la oportunidad en la que el Apocalipsis no está hablando aquí es obvia. Hoy, la acusación contra Dios es sobre todo menosprecio de Su Iglesia como algo malo en su totalidad y por lo tanto nos disuade de ella. La idea de una Iglesia mejor, hecha por nosotros mismos, es de hecho una propuesta del demonio, con la que nos quiere alejar del Dios viviente usando una lógica mentirosa en la que fácilmente podemos caer. No, incluso hoy la Iglesia no está hecha solo de malos peces y mala hierba. La Iglesia de Dios también existe hoy, y hoy es ese mismo instrumento a través del cual Dios nos salva».
Y para acabar anima a los católicos: «sí, hay pecado y mal en la Iglesia, pero incluso hoy existe la Santa Iglesia, que es indestructible. Además hoy hay mucha gente que humildemente cree, sufre y ama, en quien el Dios verdadero, el Dios amoroso, se muestra a Sí mismo a nosotros. Dios también tiene hoy Sus testigos («martyres») en el mundo. Nosotros solo tenemos que estar vigilantes para verlos y escucharlos».
A continuación, el escrito íntegro escrito por el Papa emérito Benedicto XVI.
A IGREJA E O ESCÂNDALO
DO ABUSO SEXUAL
Del 21 al 24 de febrero, tras la invitación del Papa Francisco, los
presidentes de las conferencias episcopales del mundo se reunieron en el
Vaticano para discutir la crisis de fe y de la Iglesia, una crisis palpable en
todo el mundo tras las chocantes revelaciones del abuso clerical perpetrado
contra menores. La extensión y la gravedad de los incidentes reportados han
desconcertado a sacerdotes y laicos, y ha hecho que muchos cuestionen la misma
fe de la Iglesia. Fue necesario enviar un mensaje fuerte y buscar un nuevo
comienzo para hacer que la Iglesia sea nuevamente creíble como luz entre los
pueblos y como una fuerza que sirve contra los poderes de la destrucción.
Ya que
yo mismo he servido en una posición de responsabilidad como pastor de la
Iglesia en una época en la que se desarrolló esta crisis y antes de ella, me
tuve que preguntar – aunque ya no soy directamente responsable por ser emérito –
cómo podía contribuir a ese nuevo comienzo en retrospectiva. Entonces, desde el
periodo del anuncio hasta la reunión misma de los presidentes de las
conferencias episcopales, reuní algunas notas con las que quiero ayudar en esta
hora difícil. Habiendo contactado al Secretario de Estado del Vaticano,
Cardenal (Pietro) Parolin, y al mismo Papa Francisco, me parece apropiado
publicar este texto en el «Klerusblatt».
Mi
trabajo se divide en tres partes.
En la
primera busco presentar brevemente el amplio contexto del asunto, sin el cual
el problema no se puede entender. Intento mostrar que en la década de 1960
ocurrió un gran evento, en una escala sin precedentes en la historia. Se puede
decir que en los 20 años entre 1960 y 1980, los estándares vinculantes hasta
entonces respecto a la sexualidad colapsaron completamente, y surgió una nueva
normalidad que hasta ahora ha sido sujeta de varios laboriosos intentos de
disrupción.
En la
segunda parte, busco precisar los efectos de esta situación en la formación de
los sacerdotes y en sus vidas.
Finalmente,
en la tercera parte, me gustaría desarrollar algunas perspectivas para una
adecuada respuesta por parte de la Iglesia.
I.
(1) El asunto comienza con la introducción de los niños y
jóvenes en la naturaleza de la sexualidad, algo prescrita y apoyado por el
Estado. En Alemania, la entonces ministra de salud, (Käte) Strobel, tenía una
cinta en la que todo lo que antes no se permitía enseñar públicamente,
incluidas las relaciones sexuales, se mostraba ahora con el propósito de
educar. Lo que al principio se buscaba que fuera solo para la educación sexual
de los jóvenes, se aceptó luego como una opción factible.
Efectos similares se
lograron con el «Sexkoffer» publicado por el gobierno de Austria (N. DEL T.
Materiales sexuales usados en los colegios austríacos a fines de la década de
1980). Las películas pornográficas y con contenido sexual se convirtieron
entonces en algo común, hasta el punto que se transmitían en pequeños cines (Bahnhofskinos)
(N. del T. cines baratos en Alemania que proyectaban pequeñas cintas cerca a
las estaciones de tren).
Todavía recuerdo haber
visto, mientras caminaba en la ciudad de Ratisbona un día, multitudes haciendo
cola ante un gran cine, algo que habíamos visto antes solo en tiempos de
guerra, cuando se esperaba una asignación especial. También recuerdo haber
llegado a la ciudad el Viernes Santo de 1970 y ver en las vallas publicitarias
un gran afiche de dos personas completamente desnudas y abrazadas.
Entre las libertades por
las que la Revolución de 1968 peleó estaba la libertad sexual total, una que ya
no tuviera normas. La voluntad de usar la violencia, que caracterizó esos años,
está fuertemente relacionada con este colapso mental. De hecho, las cintas
sexuales ya no se permitían en los aviones porque podían generar violencia en
la pequeña comunidad de pasajeros. Y dado que los excesos en la vestimenta
también provocaban agresiones, los directores de los colegios hicieron varios
intentos para introducir una vestimenta escolar que facilitara un clima para el
aprendizaje.
Parte de la fisionomía
de la Revolución del 68 fue que la pedofilia también se diagnosticó como
permitida y apropiada.
Para los jóvenes en la
Iglesia, pero no solo para ellos, esto fue en muchas formas un tiempo muy
difícil. Siempre me he preguntado cómo los jóvenes en esta situación se podían
acercar al sacerdocio y aceptarlo con todas sus ramificaciones. El extenso
colapso de las siguientes generaciones de sacerdotes en aquellos años y el gran
número de laicizaciones fueron una consecuencia de todos estos desarrollos.
(2) Al mismo tiempo, independientemente de este desarrollo, la
teología moral católica sufrió un colapso que dejó a la Iglesia indefensa ante
estos cambios en la sociedad. Trataré de delinear brevemente la trayectoria que
siguió este desarrollo.
Hasta el Concilio
Vaticano II, la teología moral católica estaba ampliamente fundada en la ley
natural, mientras que las Sagradas Escrituras se citaban solamente para tener contexto
o justificación. En la lucha del Concilio por un nuevo entendimiento de la
Revelación, la opción por la ley natural fue ampliamente abandonada, y se
exigió una teología moral basada enteramente en la Biblia.
Aún recuerdo cómo la
facultad jesuita en Frankfurt entrenó al joven e inteligente Padre (Schüller)
con el propósito de desarrollar una moralidad basada enteramente en las
Escrituras. La bella disertación del Padre (Bruno) Schüller muestra un primer
paso hacia la construcción de una moralidad basada en las Escrituras. El Padre
fue luego enviado a Estados Unidos y volvió habiéndose dado cuenta de que solo
con la Biblia la moralidad no podía expresarse sistemáticamente. Luego intentó
una teología moral más pragmática, sin ser capaz de dar una respuesta a la
crisis de moralidad.
Al final, prevaleció
principalmente la hipótesis de que la moralidad debía ser exclusivamente
determinada por los propósitos de la acción humana. Si bien la antigua frase «el
fin justifica los medios» no fue confirmada en esta forma cruda, su modo de
pensar si se había convertido en definitivo.
En consecuencia, ya no
podía haber nada que constituya un bien absoluto, ni nada que fuera
fundamentalmente malo; (podía haber) solo juicios de valor relativos. Ya no
había bien (absoluto), sino solo lo relativamente mejor o contingente en el
momento y en circunstancias.
La crisis de la
justificación y la presentación de la moralidad católica llegaron a
proporciones dramáticas al final de la década de 1980 y en la de 1990. El 5 de
enero de 1989 se publicó la «Declaración de Colonia», firmada por 15 profesores
católicos de teología. Se centró en varios puntos de la crisis en la relación
entre el magisterio episcopal y la tarea de la teología. (Las reacciones a)
este texto, que al principio no fue más allá del nivel usual de protestas,
creció muy rápidamente y se convirtió en un grito contra el magisterio de la
Iglesia y reunió, clara y visiblemente, el potencial de protesta global contra
los esperados textos doctrinales de Juan Pablo II. (cf. D. Mieth, Kölner
Erklärung, LThK, VI3, p. 196) (N. del T. El LTHK es el Lexikon
für Theologie und Kirche, el Lexicon de Teología y la Iglesia, cuyos
editores incluían al teólogo Karl Rahner y al Cardenal alemán Walter Kasper)
El Papa Juan Pablo II,
que conocía muy bien y que seguía de cerca la situación en la que estaba la
teología moral, comisionó el trabajo de una encíclica para poner las cosas en
claro nuevamente. Se publicó con el título de Veritatis splendor (El
esplendor de la verdad) el 6 de agosto de 1993 y generó diversas reacciones
vehementes por parte de los teólogos morales. Antes de eso, el Catecismo de la
Iglesia Católica (1992) ya había presentado persuasivamente y de modo
sistemático la moralidad como es proclamada por la Iglesia.
Nunca olvidaré cómo el
entonces líder teólogo moral de lengua alemana, Franz Böckle, habiendo
regresado a su natal Suiza tras su retiro, anunció con respecto a la Veritatis
splendor que si la encíclica determinaba que había acciones que
siempre y en todas circunstancias podían clasificarse como malas, entonces él
la rebatiría con todos los recursos a su disposición.
Fue Dios, el Misericordioso, quien evitó que pusiera en práctica su
resolución ya que Böckle murió el 8 de julio de 1991. La encíclica fue
publicada el 6 de agosto de 1993 y efectivamente incluía la determinación de
que había acciones que nunca pueden ser buenas.
El Papa era totalmente
consciente de la importancia de esta decisión en ese momento y para esta parte
del texto consultó nuevamente a los mejores especialistas que no tomaron parte
en la edición de la encíclica. Él sabía que no debía dejar duda sobre el hecho
que la moralidad de balancear los bienes debe tener siempre un límite último.
Hay bienes que nunca están sujetos a concesiones.
Hay valores que nunca
deben ser abandonados por un valor mayor e incluso sobrepasar la preservación
de la vida física. Existe el martirio. Dios es más, incluida la sobrevivencia
física. Una vida comprada por la negación de Dios, una vida que se base en una
mentira final, no es vida.
El martirio es la
categoría básica de la existencia cristiana. El hecho que ya no sea moralmente
necesario en la teoría que defiende Böckle y muchos otros demuestra que la
misma esencia del cristianismo está en juego aquí.
En la teología moral,
sin embargo, otra pregunta se había vuelto apremiante: había ganado amplia
aceptación la hipótesis de que el magisterio de la Iglesia debe tener
competencia final («infalibilidad») solo en materias concernientes a la fe y
los asuntos sobre la moralidad no deben caer en el rango de las decisiones
infalibles del magisterio de la Iglesia. Hay probablemente algo de cierto en
esta hipótesis que garantiza un mayor debate, pero hay un mínimo conjunto de
cuestiones morales que están indisolublemente relacionadas al principio
fundacional de la fe y que tiene que ser defendido si no se quiere que la fe
sea reducida a una teoría y no se le reconozca en su clamor por la vida
concreta.
Todo esto permite ver
cuán fundamentalmente se cuestiona la autoridad de la Iglesia en asuntos de
moralidad. Los que niegan a la Iglesia una competencia en la enseñanza final en
esta área la obligan a permanecer en silencio precisamente allí donde el límite
entre la verdad y la mentira está en juego.
Independientemente de
este asunto, en muchos círculos de teología moral se expuso la hipótesis de que
la Iglesia no tiene y no puede tener su propia moralidad. El argumento era que
todas las hipótesis morales tendrían su paralelo en otras religiones y, por lo
tanto, no existiría una naturaleza cristiana. Pero el asunto de la naturaleza
de una moralidad bíblica no se responde con el hecho que para cada sola oración
en algún lugar, se puede encontrar un paralelo en otras religiones. En vez de
eso, se trata de toda la moralidad bíblica, que como tal es nueva y distinta de
sus partes individuales.
La doctrina moral de las
Sagradas Escrituras tiene su forma de ser única predicada finalmente en su
concreción a imagen de Dios, en la fe en un Dios que se mostró a sí mismo en
Jesucristo y que vivió como ser humano. El Decálogo es una
aplicación a la vida humana de la fe bíblica en Dios. La imagen de Dios y la
moralidad se pertenecen y por eso resulta en el cambio particular de la actitud
cristiana hacia el mundo y la vida humana. Además, el cristianismo ha sido
descrito desde el comienzo con la palabra hodós (camino, en
griego, usado en el Nuevo Testamente para hablar de un camino de progreso).
La fe es una travesía y
una forma de vida. En la antigua Iglesia, el catecumenado fue creado como un
hábitat en la que los aspectos distintivos y frescos de la forma de vivir la
vida cristiana eran al mismo tiempo practicados y protegidos ante la cultura
que era cada vez más desmoralizada. Creo que incluso hoy algo como las
comunidades de catecumenado son necesarias para que la vida cristiana pueda
afirmarse en su propia manera.
II. — LAS REACCIONES ECLESIALES INICIALES
(1) El proceso largamente preparado y en marcha para la disolución del
concepto cristiano de moralidad estuvo marcado, como he tratado de demostrar,
por la radicalidad sin precedentes de la década de 1960. Esta disolución de la
autoridad moral de la enseñanza de la Iglesia necesariamente debió tener un
efecto en los distintos miembros de la Iglesia. En el contexto del encuentro de
los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo con el Papa
Francisco, el asunto de la vida sacerdotal, así como la de los seminarios, es
de particular interés. Ya que tiene que ver con el problema de la preparación
en los seminarios para el ministerio sacerdotal, hay de hecho una
descomposición de amplio alcance en cuanto a la forma previa de preparación.
En varios seminarios se
establecieron grupos homosexuales que actuaban más o menos abiertamente, con lo
que cambiaron significativamente el clima que se vivía en ellos. En un
seminario en el sur de Alemania, los candidatos al sacerdocio y para el
ministerio laico de especialistas pastorales (Pastoralreferent) vivían
juntos. En las comidas cotidianas, los seminaristas y los especialistas
pastorales estaban juntos. Los casados a veces estaban con sus esposas e hijos;
y en ocasiones con sus novias. El clima en este seminario no proporcionaba el
apoyo requerido para la preparación de la vocación sacerdotal. La Santa Sede
sabía de esos problemas sin estar informada precisamente. Como primer paso, se
acordó una visita apostólica (N. del T.: investigación) para los seminarios en
Estados Unidos.
Como el criterio para la
selección y designación de obispos también había cambiado luego del Concilio
Vaticano II, la relación de los obispos con sus seminarios también era muy
diferente. Por encima de todo se estableció la «conciliaridad» como un criterio
para el nombramiento de nuevos obispos, que podía entenderse de varias maneras.
De hecho, en muchos
lugares se entendió que las actitudes conciliares tenían que ver con tener una
actitud crítica o negativa hacia la tradición existente hasta entonces, y que
debía ser reemplazada por una relación nueva y radicalmente abierta con el
mundo. Un obispo, que había sido antes rector de un seminario, había hecho que
los seminaristas vieran películas pornográficas con la intención de que estas
los hicieran resistentes ante las conductas contrarias a la fe.
Hubo – y no solo en los
Estados Unidos de América – obispos que individualmente rechazaron la tradición
católica por completo y buscaron una nueva y moderna «catolicidad» en sus
diócesis. Tal vez valga la pena mencionar que en no pocos seminarios, a los
estudiantes que los veían leyendo mis libros se les consideraba no aptos para
el sacerdocio. Mis libros fueron escondidos, como si fueran mala literatura, y
se leyeron solo bajo el escritorio.
La visita que se realizó
no dio nuevas pistas, aparentemente porque varios poderes unieron fuerzas para
maquillar la verdadera situación. Una segunda visita se ordenó y esa sí
permitió tener datos nuevos, pero al final no logró ningún resultado. Sin
embargo, desde la década de 1970 la situación en los seminarios ha mejorado en
general. Y, sin embargo, solo aparecieron casos aislados de un nuevo fortalecimiento
de las vocaciones sacerdotales ya que la situación general había tomado otro
rumbo.
(2) El asunto de la pedofilia, según recuerdo, no fue agudo sino hasta
la segunda mitad de la década de 1980. Mientras tanto, ya se había convertido
en un asunto público en Estados Unidos, tanto así que los obispos fueron a Roma
a buscar ayuda ya que la ley canónica, como se escribió en el nuevo Código
(1983), no parecía suficiente para tomar las medidas necesarias. Al principio
Roma y los canonistas romanos tuvieron dificultades con estas preocupaciones ya
que, en su opinión, la suspensión temporal del ministerio sacerdotal tenía que
ser suficiente para generar purificación y clarificación. Esto no podía ser
aceptado por los obispos estadounidenses, porque de ese modo los sacerdotes
permanecían al servicio del obispo y así eran asociados directamente con él.
Lentamente fue tomando forma una renovación y profundización de la ley penal
del nuevo Código, que había sido construida adrede de manera holgada.
Además y sin embargo,
había un problema fundamental en la percepción de la ley penal. Solo el llamado garantismo (una especie de proteccionismo procesal) era
considerado como «conciliar». Esto significa que se tenía que garantizar, por
encima de todo, los derechos del acusado hasta el punto en que se excluyera del
todo cualquier tipo de condena. Como contrapeso ante las opciones de defensa,
disponibles para los teólogos acusados y con frecuencia inadecuadas, su derecho
a la defensa usando el garantismo se extendió a tal punto que las condenas eran
casi imposibles.
Permítanme un breve
excurso en este punto. A la luz de la escala de la inconducta pedófila, una
palabra de Jesús nuevamente salta a la palestra: «Y cualquiera que haga
tropezar a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera si le hubieran
atado al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno, y lo hubieran
echado al mar» (Mc 9,42).
La palabra «pequeños» en
el idioma de Jesús significa los creyentes comunes que pueden ver su fe
confundida por la arrogancia intelectual de aquellos que creen que son
inteligentes. Entonces, aquí Jesús protege el depósito de la fe con una amenaza
o castigo enfático para quienes hacen daño.
El uso moderno de la
frase no es en sí mismo equivocado, pero no debe oscurecer el significado
original. En él queda claro, contra cualquier garantismo, que no solo el
derecho del acusado es importante y requiere una garantía. Los grandes bienes
como la fe son igualmente importantes.
Entonces, una ley
canónica balanceada que se corresponda con todo el mensaje de Jesús no solo
tiene que proporcionar una garantía para el acusado, para quien el respeto es
un bien legal, sino que también tiene que proteger la fe que también es un
importante bien legal. Una ley canónica adecuadamente formada tiene que
contener entonces una doble garantía: la protección legal del acusado y la
protección legal del bien que está en juego. Si hoy se presenta esta concepción
inherentemente clara, generalmente se cae en hacer oídos sordos cuando se llega
al asunto de la protección de la fe como un bien legal. En la consciencia
general de la ley, la fe ya no parece tener el rango de bien que requiere
protección. Esta es una situación alarmante que los pastores de la Iglesia
tienen que considerar y tomar en serio.
Ahora me gustaría
agregar, a las breves notas sobre la situación de la formación sacerdotal en el
tiempo en el que estalló la crisis, algunas observaciones sobre el desarrollo
de la ley canónica en este asunto.
En principio, la
Congregación para el Clero es la responsable de lidiar con crímenes cometidos
por sacerdotes, pero dado que el garantismo dominó largamente la situación en
ese entonces, estuve de acuerdo con el Papa Juan Pablo II en que era adecuado
asignar estas ofensas a la Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo el
título de «Delicta maiora contra fidem».
Esto hizo posible
imponer la pena máxima, es decir la expulsión del estado clerical, que no se
habría podido imponer bajo otras previsiones legales. Esto no fue un truco para
imponer la máxima pena, sino una consecuencia de la importancia de la fe para
la Iglesia. De hecho, es importante ver que tal inconducta de los clérigos al
final daña la fe.
Allí donde la fe ya no
determina las acciones del hombre es que tales ofensas son posibles.
La severidad del
castigo, sin embargo, también presupone una prueba clara de la ofensa: este
aspecto del garantismo permanece en vigor.
En otras palabras, para
imponer la máxima pena legalmente, se requiere un proceso penal genuino, pero
ambos, las diócesis y la Santa Sede se ven sobrepasados por tal requerimiento.
Por ello formulamos un nivel mínimo de procedimientos penales y dejamos abierta
la posibilidad de que la misma Santa Sede asuma el juicio allí donde la
diócesis o la administración metropolitana no pueden hacerlo. En cada caso, el
juicio debe ser revisado por la Congregación para la Doctrina de la Fe para
garantizar los derechos del acusado. Finalmente, en la feria cuarta (N. del T.
la asamblea de los miembros de la Congregación) establecimos una instancia de
apelación para proporcionar la posibilidad de apelar.
Ya que todo esto superó
en la realidad las capacidades de la Congregación para la Doctrina de la Fe y
ya que las demoras que surgieron tenían que ser previstas dada la naturaleza de
esta materia, el Papa Francisco ha realizado reformas adicionales.
III.
(1.) ¿Qué se debe hacer? ¿Tal vez deberíamos crear otra Iglesia para
que las cosas funcionen? Bueno, ese experimento ya se ha realizado y ya ha
fracasado. Solo la obediencia y el amor por nuestro Señor Jesucristo pueden
indicarnos el camino, así que primero tratemos de entender nuevamente y desde
adentro (de nosotros mismos) lo que el Señor quiere y ha querido con nosotros.
Primero, sugeriría lo
siguiente: si realmente quisiéramos resumir muy brevemente el contenido de la
fe como está en la Biblia, tendríamos que hacerlo diciendo que el Señor ha
iniciado una narrativa de amor con nosotros y quiere abarcar a toda la creación
en ella. La forma de pelear contra el mal que nos amenaza a nosotros y a todo
el mundo, solo puede ser, al final, que entremos en este amor. Es la verdadera
fuerza contra el mal, ya que el poder del mal emerge de nuestro rechazo a amar
a Dios. Quien se confía al amor de Dios es redimido. Nuestro ser no redimidos
es una consecuencia de nuestra incapacidad de amar a Dios. Aprender a amar a
Dios es, por lo tanto, el camino de la redención humana.
Tratemos de desarrollar
un poco más este contenido esencial de la revelación de Dios. Podemos entonces
decir que el primer don fundamental que la fe nos ofrece es la certeza de que
Dios existe. Un mundo sin Dios solo puede ser un mundo sin significado. De otro
modo, ¿de dónde vendría todo? En cualquier caso, no tiene propósito espiritual.
De algún modo está simplemente allí y no tiene objetivo ni sentido. Entonces no
hay estándares del bien ni del mal, y solo lo que es más fuerte que otra cosa
puede afirmarse a sí misma y el poder se convierte en el único principio. La
verdad no cuenta, en realidad no existe. Solo si las cosas tienen una razón
espiritual tienen una intención y son concebidas. Solo si hay un Dios Creador
que es bueno y que quiere el bien, la vida del hombre puede entonces tener
sentido.
Existe un Dios como
creador y la medida de todas las cosas es una necesidad primera y primordial,
pero un Dios que no se exprese para nada a sí mismo, que no se hiciese
conocido, permanecería como una presunción y podría entonces no determinar la
forma [Gestalt] de nuestra vida. Para que Dios sea realmente Dios en
esta creación deliberada, tenemos que mirarlo para que se exprese a sí mismo de
alguna forma. Lo ha hecho de muchas maneras, pero decisivamente lo hizo en el
llamado a Abraham y que le dio a la gente que buscaba a Dios la orientación que
lleva más allá de toda expectativa: Dios mismo se convierte en criatura, habla
como hombre con nosotros los seres humanos.
En este sentido la frase
«Dios es», al final se convierte en un mensaje verdaderamente gozoso,
precisamente porque Él es más que entendimiento, porque Él crea – y es – amor
para que una vez más la gente sea consciente de esta, la primera y fundamental
tarea confiada a nosotros por el Señor.
Una sociedad sin Dios – una
sociedad que no lo conoce y que lo trata como no existente – es una sociedad
que pierde su medida. En nuestros días fue que se acuñó la frase de la muerte
de Dios. Cuando Dios muere en una sociedad, se nos dijo, esta se hace libre. En
realidad, la muerte de Dios en una sociedad también significa el fin de la
libertad porque lo que muere es el propósito que proporciona orientación, dado
que desaparece la brújula que nos dirige en la dirección correcta que nos
enseña a distinguir el bien del mal. La sociedad occidental es una sociedad en
la que Dios está ausente en la esfera pública y no tiene nada que ofrecerle. Y
esa es la razón por la que es una sociedad en la que la medida de la humanidad
se pierde cada vez más. En puntos individuales, de pronto parece que lo que es
malo y destruye al hombre se ha convertido en una cuestión de rutina.
Ese es el caso con la
pedofilia. Se teorizó solo hace un tiempo como algo legítimo, pero se ha
difundido más y más. Y ahora nos damos cuenta con sorpresa de que las cosas que
les están pasando a nuestros niños y jóvenes amenazan con destruirlos. El hecho
de que esto también pueda extenderse en la Iglesia y entre los sacerdotes es
algo que nos debe molestar de modo particular.
¿Por qué la pedofilia
llegó a tales proporciones? Al final de cuentas, la razón es la ausencia de
Dios. Nosotros, cristianos y sacerdotes, también preferimos no hablar de Dios
porque este discurso no parece ser práctico. Luego de la convulsión de la
Segunda Guerra Mundial, nosotros en Alemania todavía teníamos expresamente en
nuestra Constitución que estábamos bajo responsabilidad de Dios como un
principio guía. Medio siglo después, ya no fue posible incluir la
responsabilidad para con Dios como un principio guía en la Constitución
europea. Dios es visto como la preocupación partidaria de un pequeño grupo y ya
no puede ser un principio guía para la comunidad como un todo. Esta decisión se
refleja en la situación de Occidente, donde Dios se ha convertido en un asunto
privado de una minoría.
Una tarea primordial,
que tiene que resultar de las convulsiones morales de nuestro tiempo, es que
nuevamente comencemos a vivir por Dios y bajo Él. Por encima de todo, nosotros
tenemos que aprender una vez más a reconocer a Dios como la base de nuestra
vida en vez de dejarlo a un lado como si fuera una frase no efectiva. Nunca
olvidaré la advertencia del gran teólogo Hans Urs von Balthasar que una vez me
escribió en una de sus postales: «¡No presuponga al Dios trino: Padre, Hijo y
Espíritu Santo, preséntelo!».
De hecho, en la teología
Dios siempre se da por sentado como un asunto de rutina, pero en lo concreto
uno no se relaciona con Él. El tema de Dios parece tan irreal, tan expulsado de
las cosas que nos preocupan y, sin embargo, todo se convierte en algo distinto
si no se presupone sino que se presenta a Dios. No dejándolo atrás como un
marco, sino reconociéndolo como el centro de nuestros pensamientos, palabras y
acciones.
(2) Dios se hizo hombre por nosotros. El hombre como Su criatura es
tan cercano a Su corazón que Él se ha unido a sí mismo con él y ha entrado así
en la historia humana de una forma muy práctica. Él habla con nosotros, vive
con nosotros, sufre con nosotros y asumió la muerte por nosotros. Hablamos
sobre esto en detalle en la teología, con palabras y pensamientos aprendidos,
pero es precisamente de esta forma que corremos el riesgo de convertirnos en
maestros de fe en vez de ser renovados y hechos maestros por la fe.
Consideremos esto con
respecto al asunto central: la celebración de la Santa Eucaristía. Nuestro
manejo de la Eucaristía solo puede generar preocupación. El Concilio Vaticano
II se centró correctamente en regresar este sacramento de la presencia del
cuerpo y la sangre de Cristo, de la presencia de Su persona, de su Pasión,
Muerte y Resurrección, al centro de la vida cristiana y la misma existencia de
la Iglesia. En parte esto realmente ha ocurrido y deberíamos estar agradecidos
al Señor por ello.
Y sin embargo prevalece
una actitud muy distinta. Lo que predomina no es una nueva reverencia por la
presencia de la muerte y resurrección de Cristo, sino una forma de lidiar con
Él que destruye la grandeza del Misterio. La caída en la participación de las
celebraciones eucarísticas dominicales muestra lo poco que los cristianos de
hoy saben sobre apreciar la grandeza del don que consiste en Su Presencia real.
La Eucaristía se ha convertido en un mero gesto ceremonial cuando se da por
sentado que la cortesía requiere que sea ofrecido en celebraciones familiares o
en ocasiones como bodas y funerales a todos los invitados por razones
familiares.
La forma en la que la
gente simplemente recibe el Santísimo Sacramento en la comunión como algo
rutinario muestra que muchos la ven como un gesto puramente ceremonial. Por lo
tanto, cuando se piensa en la acción que se requiere primero y primordialmente,
es bastante obvio que no necesitamos otra Iglesia con nuestro propio diseño. En
vez de ello se requiere, primero que nada, la renovación de la fe en la
realidad de que Jesucristo se nos es dado en el Santísimo Sacramento.
En conversaciones con
víctimas de pedofilia, me hicieron muy consciente de este requisito primero y
fundamental. Una joven que había sido acólita me dijo que el capellán, su
superior en el servicio del altar, siempre la introducía al abuso sexual que él
cometía con estas palabras: «Este es mi cuerpo que será entregado por ti».
Es obvio que esta mujer
ya no puede escuchar las palabras de la consagración sin experimentar
nuevamente la terrible angustia de los abusos. Sí, tenemos que implorar
urgentemente al Señor por su perdón, pero antes que nada tenemos que jurar por
Él y pedirle que nos enseñe nuevamente a entender la grandeza de Su sufrimiento
y Su sacrificio. Y tenemos que hacer todo lo que podamos para proteger del
abuso el don de la Santísima Eucaristía.
(3) Y finalmente, está el Misterio de la Iglesia. La frase con la que
Romano Guardini, hace casi 100 años, expresó la esperanza gozosa que había en
él y en muchos otros, permanece inolvidable: «Un evento de importancia
incalculable ha comenzado, la Iglesia está despertando en las almas».
Se refería a que la
Iglesia ya no era experimentada o percibida simplemente como un sistema externo
que entraba en nuestras vidas, como una especie de autoridad, sino que había
comenzado a ser percibida como algo presente en el corazón de la gente, como
algo no meramente externo sino que nos movía interiormente. Casi 50 años después,
al reconsiderar este proceso y viendo lo que ha estado pasando, me siento
tentado a revertir la frase: «La Iglesia está muriendo en las almas».
De hecho, hoy la Iglesia
es vista ampliamente solo como una especie de aparato político. Se habla de
ella casi exclusivamente en categorías políticas y esto se aplica incluso a
obispos que formulan su concepción de la Iglesia del mañana casi exclusivamente
en términos políticos. La crisis, causada por los muchos casos de abusos de
clérigos, nos hace mirar a la Iglesia como algo casi inaceptable que tenemos
que tomar en nuestras manos y rediseñar. Pero una Iglesia que se hace a sí
misma no puede constituir esperanza.
Jesús mismo comparó la
Iglesia a una red de pesca en la que Dios mismo separa los buenos peces de los
malos. También hay una parábola de la Iglesia como un campo en el que el buen
grano que Dios mismo sembró crece junto a la mala hierba que «un enemigo»
secretamente echó en él. De hecho, la mala hierba en el campo de Dios, la
Iglesia, son ahora excesivamente visibles y los peces malos en la red también
muestran su fortaleza. Sin embargo, el campo es aún el campo de Dios y la red
es la red de Dios. Y en todos los tiempos, no solo ha habido mala hierba o
peces malos, sino también los sembríos de Dios y los buenos peces. Proclamar
ambos con énfasis y de la misma forma no es una manera falsa de apologética,
sino un necesario servicio a la Verdad.
En este contexto es
necesario referirnos a un importante texto en la Revelación a Juan. El demonio
es identificado como el acusador que acusa a nuestros hermanos ante Dios día y
noche. (Ap 12, 10). El Apocalipsis toma entonces un pensamiento que está al
centro de la narrativa en el libro de Job (Job 1 y 2, 10; 42:7-16). Allí se
dice que el demonio buscaba mostrar que lo correcto en la vida de Job ante Dios
era algo meramente externo. Y eso es exactamente lo que el Apocalipsis tiene
que decir: el demonio quiere probar que no hay gente correcta, que su
corrección solo se muestra en lo externo. Si uno pudiera acercarse, entonces la
apariencia de justicia se caería rápidamente.
La narración comienza
con una disputa entre Dios y el demonio, en la que Dios se ha referido a Job
como un hombre verdaderamente justo. Ahora va a ser usado como un ejemplo para
probar quién tiene razón. El demonio pide que se le quiten todas sus posesiones
para ver que nada queda de su piedad. Dios le permite que lo haga, tras lo cual
Jon actúa positivamente. Luego el demonio presiona y dice: «¡Piel por piel! Sí,
todo lo que el hombre tiene dará por su vida. Sin embargo, extiende ahora tu
mano y toca su hueso y su carne, verás si no te maldice en tu misma cara». (Job
2,4f).
Entonces Dios le otorga
al demonio un segundo turno. También toca la piel de Job y solo le está negado
matarlo. Para los cristianos es claro que este Job, que está de pie ante Dios
como ejemplo para toda la humanidad, es Jesucristo. En el Apocalipsis el drama
de la humanidad nos es presentado en toda su amplitud.
El Dios Creador es
confrontado con el demonio que habla a toda la humanidad y a toda la creación.
Le habla no solo a Dios, sino y sobre todo a la gente: Miren lo que este Dios
ha hecho. Supuestamente una buena creación. En realidad está llena de miseria y
disgustos. El desaliento de la creación es en realidad el menosprecio de Dios.
Quiere probar que Dios mismo no es bueno y alejarnos de Él.
La oportunidad en la que
el Apocalipsis no está hablando aquí es obvia. Hoy, la acusación contra Dios es
sobre todo menosprecio de Su Iglesia como algo malo en su totalidad y por lo
tanto nos disuade de ella. La idea de una Iglesia mejor, hecha por nosotros
mismos, es de hecho una propuesta del demonio, con la que nos quiere alejar del
Dios viviente usando una lógica mentirosa en la que fácilmente podemos caer.
No, incluso hoy la Iglesia no está hecha solo de malos peces y mala hierba. La
Iglesia de Dios también existe hoy, y hoy es ese mismo instrumento a través del
cual Dios nos salva.
Es muy importante
oponerse con toda la verdad a las mentiras y las medias verdades del demonio:
sí, hay pecado y mal en la Iglesia, pero incluso hoy existe la Santa Iglesia,
que es indestructible. Además hoy hay mucha gente que humildemente cree, sufre
y ama, en quien el Dios verdadero, el Dios amoroso, se muestra a Sí mismo a
nosotros. Dios también tiene hoy Sus testigos («martyres») en el mundo.
Nosotros solo tenemos que estar vigilantes para verlos y escucharlos.
La palabra mártir está
tomada de la ley procesal. En el juicio contra el demonio, Jesucristo es el
primer y verdadero testigo de Dios, el primer mártir, que desde entonces ha
sido seguido por incontables otros.
El hoy de la Iglesia es
más que nunca una Iglesia de mártires y por ello un testimonio del Dios
viviente. Si miramos a nuestro alrededor y escuchamos con un corazón atento,
podremos hoy encontrar testigos en todos lados, especialmente entre la gente
ordinaria, pero también en los altos rangos de la Iglesia, que se alzan por
Dios con sus vidas y su sufrimiento. Es una inercia del corazón lo que nos
lleva a no desear reconocerlos. Una de las grandes y esenciales tareas de
nuestra evangelización es, hasta donde podamos, establecer hábitats de fe y,
por encima de todo, encontrar y reconocerlos.
Vivo en una casa, en una
pequeña comunidad de personas que descubren tales testimonios del Dios viviente
una y otra vez en la vida diaria, y que alegremente me comentan esto. Ver y
encontrar a la Iglesia viviente es una tarea maravillosa que nos fortalece y
que, una y otra vez, nos hace alegres en nuestra fe.
Al final de mis
reflexiones me gustaría agradecer al Papa Francisco por todo lo que hace para
mostrarnos siempre la luz de Dios que no ha desaparecido, incluso hoy. ¡Gracias
Santo Padre!
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